Aquella mañana  la señorita Rodríguez fue consciente de que había mentido a sus alumnos. Les había dicho que ella les quería a todos por igual pero, acto seguido se había fijado en Ricky, sentado en la última fila, y se había dado cuenta de la falsedad de sus palabras.

La señorita Rodríguez había estado observando a Ricky el curso anterior y se había dado cuenta que no se relacionaba bien con sus compañeros y que tanto su ropa como él parecían necesitar un buen baño. Además el niño acostumbraba a comportarse de manera bastante desagradable con sus profesores. Llegó un momento en que la señorita Rodríguez disfrutaba realmente corrigiendo los deberes de Ricky y llenando su cuaderno de grandes cruces rojas y bajas puntuaciones. Sin duda era lo que merecía por su dejadez y falta de esfuerzo.

En aquel colegio era obligatorio que cada maestro se encargara de revisar los expedientes de los alumnos al inicio de curso, sin embargo la señorita Rodríguez fue relegando el de Ricky hasta dejarlo para el final. Sin embargo al llegarle su turno, la profesora se encontró con una sorpresa. La profesora de primer curso había anotado en el expediente del chico: “Ricky es un chico brillante, de risa fácil. Hace sus trabajos pulcramente y tiene buenos modales. Es una delicia tenerle en clase.” Tras el desconcierto inicial, la señorita Rodríguez continúo leyendo las observaciones de los otros maestros. La profesora de segundo había anotado, “Ricky es un alumno excelente y muy apreciado por sus compañeros, pero tiene problemas en seguir el ritmo porque su madre está aquejada de una enfermedad terminal y su vida en casa no debe ser muy fácil.” Por su parte el maestro de tercero había añadido: “La muerte de su madre ha sido un duro golpe para él. Hace lo que puede pero su padre no parece tomar mucho interés, sin no se toman pronto cartas en el asunto, el ambiente de casa acabará afectándole irremediablemente.”. Su profesora de cuarto curso había anotado: “Ricky se muestra encerrado en sí mismo y no tiene interés por la escuela. No tiene demasiados amigos y, a veces, se duerme en clase.”

Avergonzada de sí misma, la señorita Rodríguez cerró el expediente del muchacho. Un tiempo después, para el Día del Maestro, se sintió aún peor cuando todos los niños le hicieron regalos envueltos en brillantes papeles de colores. Ricky le llevó un paquete toscamente envuelto en una bolsa de supermercado. En su interior había una pulsera a la que faltaban algunas piedras de plástico y una botella de perfume medio vacía. La señorita Rodríguez había abierto los regalos en presencia de la clase, y todos rieron mientras enseñaba los de Ricky. Sin embargo las risas se acallaron cuando la señorita Rodríguez decidió ponerse aquella pulsera alabando lo preciosa que le parecía, al tiempo que se ponía unas gotas de perfume en la muñeca. Ricky fue el último en salir aquel día y antes de irse se acercó a la señorita Rodríguez y le dijo: “Señorita, hoy huele usted como solía oler mi mamá.”

Aquel día la señorita Rodríguez quedó sola en la clase, llorando, por más de una hora. Aquel día decidió que dejaría de enseñar lectura escritura o cálculo. A partir de ahora se dedicaría a educar niños. Comenzó a prestar especial atención a Ricky y, a medida que iba trabajando con él, la mente del niño parecía volver a la vida. Cuánto más cariño le ofrecía ella, más deprisa aprendía él. Al final del curso, Ricky estaba ya entre los más destacados de la clase. Esos días, la señorita Rodríguez recordó su “mentira” de principio de curso. No era cierto que los “quisiera a todos por igual”. Ricky se había convertido en uno de sus alumnos preferidos.

Un año después la maestra encontró una nota que Ricky le había dejado por debajo de su puerta. En ella Ricky le decía que había sido la mejor maestra que había tenido nunca.

Pasaron seis años sin noticias de Ricky. La señorita Rodríguez cambió de colegio y de ciudad, hasta que un día recibió una carta de Ricky. Le escribía para contarle que había  finalizado la enseñanza superior y para decirle que, continuaba siendo la mejor maestra que había tenido en su vida.

Unos años más tarde recibió de nuevo una carta. El niño le contaba cómo, a pesar de las dificultades había seguido estudiando y que pronto se graduaría en la universidad con excelentes calificaciones. En aquella carta tampoco se había olvidado de recordarle que era la mejor maestra. Cuatro años después, en una nueva carta, Ricky relataba a la señorita Rodríguez como había decidido seguir estudiando un poco más tras licenciarse. Esta vez la carta la firmaba el doctor Ricardo Gómez Alcántara, para la mejor maestra del mundo.

Aquella misma primavera, la señorita Rodríguez recibió una carta más. En ella Ricky le informaba del fallecimiento de su padre unos años atrás y de su próxima boda con la mujer de sus sueños. En ella le explicaba que nada le haría más feliz que ella ocupara el lugar de su madre en la ceremonia.

Por supuesto la señorita Rodríguez aceptó y acudió a la ceremonia con el brazalete de piedras falsas que Ricky le regalará en el colegio y, perfumada con el mismo perfume de su madre. Tras abrazarse, Ricky le susurró al oído: “Gracias, señorita Rodríguez, por haber creído en mí. Gracias por haberme hecho sentir importante, por haberme demostrado que podía cambiar.” Visiblemente emocionada, la señorita Rodríguez le susurró: “Te equivocas, Ricky, fue al revés. Fuiste tú el que me enseñó que yo podía cambiar. Hasta que te conocí, yo no sabía lo que era enseñar.”

PD: El siguiente cuento lo encontré en el Blog La Mariposa y El Elefante y según se indica pertenece al texto “Three letters from Teddy” de Elizabeth Silance Ballard.

Adapté apenas el cuento, para que suene un poco más familiar